viernes, 5 de diciembre de 2014

Reflexiones sobre dos paradigmas musicales (y IV)




Volviendo a nuestro argumento musical, comparemos el discurso musical moderno que hemos analizado hasta aquí, y cuya esencia es presentar la vida como conflicto entre el yo y los otros con el modelo ideal de la armonía, la cooperación y el equilibrio entre las partes propio del viejo paradigma polifónico. 

El paradigma polifónico característico del medievo no se basaba en la lucha entre las partes musicales sino en la cooperación entre las mismas. Podría pensarse que la relación entre las diferentes voces polifónicas se basa en ocasiones en una independencia mutua, como si cada voz fuera ‘a su bola’, lo cual no es un ejemplo de colaboración, pero si fuera así no habría realmente música: la dimensión armónica -vertical- asegura que exista en cada momento relación de parentesco entre las distintas voces, y esto asegura que la obra permanezca ensamblada como si de una arquitectura se tratara y no se ‘desintegre’. 


De hecho es así como se originó la polifonía, los monjes experimentaban jugando con melodías tal y como sucede en el contrapunto estricto -punctus contra punctus-: el canon con todas sus variantes, el organum o el discantus. Todos estos modelos compositivos son altamente intelectuales y artificiosos y son los equivalentes musicales de los artificios arquitectónicos del gótico, una arquitectura extremadamente intelectual, donde todo posee un significado teológico y político. Y lo mismo cabe decir de la música, pues siendo el gótico un movimiento cultural que abarcó toda la sociedad no puede ser reducido a un estilo artístico, como frecuentemente se hace, sino que supone una corriente política e intelectual de primer orden. Por tanto si su arquitectura era extremadamente simbólica e intelectual, lo mismo cabe esperar de su música. 

Y así es en efecto. El contrapunto fue desarrollado por los monjes medievales, que experimentaban con el sonido de su canto explotando el curioso fenómeno de que la superposición de dos voces armonizadas diera lugar a algo cualitativamente mayor que la suma de las partes, pues generaba una sinergia -una especie de tercera voz- formada por los armónicos. Este hecho escondía un importante significado para aquellos monjes por los simbolismos metafísicos y teológicos que portaba, por el simbolismo trinitario que desvelaba: la suma de dos cantores cuyas melodías procedían adecuadamente armonizadas parecía dar lugar a una 'tercera voz' que simbolizaba el Espíritu Santo. 

Además, dicha unión 'mágica' o teúrgica de las voces comportaba simbolismos de corte más sociopolítico, pues mostraba cómo la cooperación entre los cantores creaba fuerzas superiores al individuo, de las cuales éste participaba solo en un grado parcial, sin poder controlar nunca el todo, el orden completo. Es decir, mediante la acción coordinada el sujeto individual formaba parte de un algo mayor que le superaba. La fuerza estaba por tanto en la unión, que es como decir en la comunidad

No debió ser difícil para aquellos monjes, que vivían formando una comunidad de hermanos espirituales, ver la relación simbólica entre este hecho -sobre todo al ampliar el número de voces armonizadas- y la consideración de la comunidad de monjes, la familia espiritual, como un ente sutil, superior a sus individualidades separadas, que velaba por ellos y les protegía. Tal ente sutil se identificaba con el monasterio mismo y, aunque no debemos olvidar que era creado por los monjes, que una y otra vez rezaban y realizaban los ritos conjuntamente, era considerado en todo caso superior a ellos y en cierto modo independiente [1]

La conclusión es que la cooperación armónica –no solo en el ámbito musical- da como resultado algo mayor cualitativamente que la simple suma de las partes que colaboran en su creación. En efecto no existe comunidad sin un objetivo y destino comunes. Si se carece de esto a lo sumo habrá una suma de individualidades, que, como decimos, al no estar armonizadas entre sí en la búsqueda de un fin común no darán nunca lugar a ese familiar sentimiento de comunidad, a esa magia inefable que supone el vínculo de la fraternidad.


*

*          *


Pero además hay otro rasgo psicológico fundamental en la música característica del paradigma polifónico que no debe ser menospreciado. En la música moderna, el individuo lucha por diferenciarse y separarse de la masa, que a su vez no es más que una suma bastante indiferenciada de individuos –podríamos decir de individuos que han perdido su individualidad-. Sin embargo, en el conjunto polifónico, ninguna voz pierde su individualidad, entendida como iniciativa o personalidad propia, todas son necesarias a la vez que diferentes entre sí, únicas por tanto pero igualmente importantes para construir el producto final. No siendo iguales entre sí poseen idéntico valor. 

Dicho de otro modo, el viejo paradigma polifónico basado en la cooperación –contrariamente al nuevo paradigma basado en la lucha y la competencia- respetaba en mucha mayor medida el valor y la singularidad de cada parte o individuo, era mucho más equitativo. Encontramos esta enseñanza inscrita en el hecho de que tradicionalmente los conjuntos polifónicos fueran de muy pocos miembros frente a los coros y orquestas modernos –por lo general masivos-. Al ser así mantenido el equilibrio todas las partes constituyentes tenían una gran importancia en el conjunto y en la consecución del producto final: si una de las partes desapareciera todo el conjunto polifónico se desmoronaría como un castillo de naipes. Sin embargo, si en un coro u orquesta modernos desaparece o calla un miembro la diferencia es prácticamente inapreciable para el oyente, la estructura continúa intacta. 

Se puede concluir que en el conjunto polifónico todas las voces tienen un mismo estatus y además conservan su diferencia, su singularidad [2], pues análogamente a la vida de cada individuo ninguna voz sigue exactamente el mismo camino que otra; en cambio en la orquesta y coro modernos la mayoría de las voces pierden ambas cosas –se convierten en una masa indiferenciada- a favor de unas pocas que se alzan con todo el protagonismo y monopolizan el valor. 

Por una lógica inevitable cuando unas voces toman más valor y protagonismo, las otras lo pierden. La modernidad a menudo parece debatirse en todas sus manifestaciones entre el gregarismo indiferenciador y el individualismo insolidario. Todo esto señala hacia una diferencia fundamental: la igualdad de valor ante el hecho singular e individual que promovía el paradigma tradicional frente al igualitarismo y la homogeneización –que contra lo que se cree actualmente suponen una profunda pérdida de valor de la particularidad- entre las partes que promueve el paradigma moderno. 

Y encontramos una paradoja fundamental: la modernidad, al homogeneizar, supone una desvalorización del sujeto, pues desvirtúa su función, le despoja de todo lo que le hace único y le hace fácilmente sustituible. Esto no hace sino confirmar algo bien sabido: el individuo, privado de sus cualidades particulares -que le singularizan y le hacen único-, pasa a ser dentro del orden moderno un mero número, una mera pieza –a todos los efectos carente de cualidad, o con cualidades que de puro obvias y vulgares no le distinguen del otro-. Una pieza que puede ser cambiada de función en el organigrama –la consabida flexibilidad laboral por ejemplo- o sustituido por otra partícula cualitativamente idéntica en cualquier momento... Va siendo hora de denunciar lo que subyace al bello discurso de igualdades y libertades de la modernidad: una realidad en que el sujeto como tal vale cada vez menos y su particularidad o especificidad vale definitivamente nada.   



*

*        *


A muchos podrá sorprender que todos estos contenidos se puedan encontrar en la música, pero esto no es en absoluto sorprendente. El valor del arte como transmisor de los valores de un orden social es claro, pero ¿y en la generación de esos mismos valores? ¿Puede el arte también servir de inspiración hacia las otras esferas de la sociedad y no simplemente reflejar los cambios que se producen en ellas? En tanto generador de mitos e incluso ritos compartidos por buena parte de la sociedad, estamos tentados a decir que sí. Quizá los artistas jueguen un papel fundamental no solo como transmisores de unos valores culturales sino también diseñadores y arquitectos de la sociedad en que viven. Esto es algo que aún está por esclarecerse.

En todo caso y viniendo al tiempo presente, donde se plantea con cada vez más frecuencia la necesidad de un cambio radical o un cambio de paradigma en la sociedad, sostenemos lo siguiente: si se pretende un cambio social profundo y que no sea meramente superficial, todos los mecanismos de creación y mantenimiento del imaginario colectivo deben ser atentamente revisados y tenidos en consideración. 

La modernidad ha empleado modelos extremadamente reduccionistas y simplificadores para explicar, controlar y dirigir la complejísima realidad social, de los cuales el modelo economicista es el principal y es compartido tanto por el liberalismo como por su presunta oposición ideológica, el marxismo por ejemplo. 

Debemos volver la vista atrás y atender a cómo los antiguos pueblos construían una sociedad cohesionada y solidaria e inspirarnos en ellos. Es evidente que los mitos jugaban un papel de cohesión fundamental. Y es cada vez más claro que otras realidades completamente despreciadas por el mundo moderno tenían una gran relevancia en dicha construcción de la sociedad: los ritos en común, los símbolos, o las catarsis colectivas alcanzadas precisamente a través del arte. 

En definitiva, y respecto a lo que al arte se refiere, si se quiere caminar hacia una sociedad nueva, que supere la insolidaridad de la competencia inoculada por el darwinismo social, es imprescindible un arte también nuevo que dote a los hombres de una nueva sensibilidad y un nuevo imaginario. 

El papel del arte en el diseño y la creación de la nueva sociedad por venir es capital, y esto será así ya sea usado a favor del cambio o sea desperdiciado en detrimento del mismo, en todo caso el arte será decisivo en lo porvenir, pues ante un conflicto que nos concierne tan de cerca es tan decisivo tomar parte en él como no tomarla. Aquí se puede pecar por acción y también por omisión. De todos, artistas y público, depende crear un nuevo discurso con que alimentar una nueva realidad.

En este sentido, y volviendo a la música clásica, nuevas lecturas y propuestas musicales que se están presentando en los últimos tiempos y que trascienden un historicismo banal, superficial y meramente formal, constituyen verdaderamente nuevas formas de discurso y nuevas retóricas. Así por ejemplo las más recientes relecturas de la forma concierto más como un diálogo camerístico que como la colosal lucha orquestal que ha venido siendo hasta ahora, apuntan hacia una nueva dirección y hacia la redefinición de las sensibilidades en este aspecto, es decir hacia una búsqueda de un nuevo equilibrio entre individuo y sociedad, entre parte y todo. En este sentido, cualquier cambio en la expresión artística, aparte del interés que pueda comportar por sí mismo, posee en sí la potencial capacidad de una transformación  social.



*

*         *

Reiteramos para finalizar que solo mediante un nuevo arte y unos nuevos mitos, en fin, un nuevo imaginario colectivo que cree una nueva sensibilidad, podrá darse lugar a un nuevo hombre y a una nueva sociedad. Entiéndase la referencia a este nuevo hombre no en un sentido de progreso, ni mucho menos; un nuevo hombre en el sentido de un hombre diferente, es decir, un individuo socializado y construido –psíquica y emocionalmente- de otra manera diferente y mejor a la actual. Bajo las mismas influencias nefandas que nos han conducido a este estado de cosas -individualismo, progresismo, competencia, etc.- es muy dudoso que los hombres del futuro puedan ser mejores o siquiera distintos a los de hoy. 

En este camino de cambio hacia una nueva sociedad el arte tiene un muy importante papel que cumplir, siempre y cuando los mismos artistas tomen conciencia de ello. Un papel social en el cambio que el arte siempre ha cumplido en todas las épocas y culturas, incluida la que dio origen a la modernidad occidental. Citaremos como ejemplo más relevante de ello el nacimiento del arte moderno al fin de la edad media, en época de la Gran Peste, tema también pendiente de un estudio serio y riguroso. 

Y dada la importancia simbólica que posee el arte para generar un discurso que dote de sentido la realidad social, cualquier intento que se desmarque de los valores que conlleva la modernidad y abra un nuevo camino en la búsqueda y recuperación de un valor esencial del arte ha de ser bienvenido.

Todo esto debe llevarnos a considerar al artista –ya sea músico, pintor, actor, etc.- como un agente activo de primer orden en el cambio social: él da vida y transmite los mitos de su sociedad. Y siendo como es en rigor, el transmisor más auténtico del orden –o el desorden- de su mundo colectivo -pues a través del arte se transmite la armonía y el orden subyacente a una sociedad de manera no conceptual y por tanto más intuitivamente que cualquier discurso del tipo que sea, filosófico, político, ideológico, etc.-, el artista debe tomar conciencia clara de su función social [3] y debe participar voluntaria y conscientemente de ello, asumiendo su parte de responsabilidad para con la sociedad que le rodea. 

Occidente ha primado durante siglos el discurso conceptual y racional frente a las artes o a cualquier discurso más intuitivo dando una importancia claramente desmedida a la especulación de todo tipo, en particular filosófica y científica pero no solo. Así se ha despreciado el profundo valor que posee el arte como herramienta de comunicación, de entendimiento, de armonización social y, en definitiva, de búsqueda de sentido y de conocimiento experiencial de la vida. Si realmente se desea el cambio social este orden de cosas debe cambiar, y se hace imprescindible un cambio profundo en la valoración social que se otorga a la especulación conceptual frente al arte.

Por todo esto insistimos una vez más en que se debe hacer una detallada prospección de las esencias de la modernidad, sigue pendiente un estudio concienzudo de su paradigma conceptual, aunque se han dado pasos al respecto, al objeto de poder reconocer sus señas de identidad allí donde se presenten. Solo conociendo y descubriendo la esencia de la modernidad estaremos prevenidos contra ella y capacitados para reconocer auténticamente lo que no lo es y señalarlo como alternativa segura. Mientras este trabajo no se lleve a cabo seguiremos condenados a hacernos ilusiones ante cambios que no serán más que nuevas máscaras que oculten detrás el mismo desolador escenario, cada vez más deshumanizado.      




[1] En el siglo XX este tipo de entes sutiles, de cualidad psíquica, fruto de la colaboración metódica y sistemática entre individuos con una intencionalidad determinada y cuyo ejemplo más obvio es el amor entre dos personas, ha sido denominado egrégor por las corrientes ocultistas. Guénon advirtió de lo inadecuado que es el uso de la palabra en este sentido.
[2] Lo que paradójicamente es el objetivo que busca preservar el instrumento solista en la retórica musical moderna.
[3] Particularmente negado en occidente –donde toda funcionalidad ha sido extirpada del hecho artístico.


No hay comentarios: