viernes, 28 de noviembre de 2014

Reflexiones sobre el valor y la funcionalidad del arte en una sociedad normal (y II)



Hasta aquí hemos explicado brevemente las tres funciones principales que poseía el arte en una sociedad tradicional y que pueden resumirse como sigue:


  • función (con)formadora - educar y dar forma al alma a un nivel profundo para constituir un ser humano integral. 
  • función comunicadora - como puente o camino por el que el sujeto establece contacto con las realidades superiores, pone en comunicación ambos mundos. 
  • función transformadora o reparadora - a fin de re-equilibrar, restituir el orden  (cosmos) perdido. Este ordenamiento se da tanto entre los hombres (nivel social) como entre la Tierra, los hombres y los Cielos (nivel cósmico).

Por último, pueden ser adecuadas unas palabras acerca del origen del arte desde la perspectiva tradicional. Debemos hacer notar que este origen no es diferente al del lenguaje mismo, en tanto que la potencia simbólica de ambos remite por entero al espíritu, que es su fuente común. Ambos son inevitablemente huella del espíritu en el mundo. A propósito de esto, se dice a menudo que la característica más reseñable de ambos –lenguaje y arte- es la función simbólica y representativa, pues bien, sin negar esto, entendamos que representar es volver a presentar algo, para lo cual es necesario que ese algo esté ausente, de ahí que toda representación implique siempre recuperar una presencia perdida, es decir, poner fin a una ausencia.




El arte como retorno a la Edad de Oro.

En la mítica Edad de Oro, no había necesidad de arte, pues mientras habitaba el Paraíso, el hombre contaba con la presencia viva y constante del espíritu. Es lo que el Génesis describe con la imagen de la presencia habitual de Dios en el paraíso, que cada tarde iba a pasear por el Jardín del Edén. La misma naturaleza brindaba al hombre esta presencia dichosa que luego habría de buscarse en el arte [1]

Fue la nueva existencia caída, en que el hombre se sentía expulsado y desterrado del Paraíso, lo que originó la nostalgia por el Bien perdido, pues lo que había sido presencia y encuentro devino ausencia y debía revivirse mediante el recuerdo. Es esta ausencia la que el arte intenta vencer: el arte brotó del corazón del hombre con el fin de reencontrar aquella presencia primordial y originaria acometiendo una suerte de des-olvido, la anamnesis platónica. Este volver a traer la presencia perdida pero nunca olvidada es el sentido último de la palabra re-presentar. Una vez más la re-presentación de lo particular es solo una analogía de la re-presentación de la Realidad última. 

Por otra parte y abundando en esta idea, tenemos abundantes testimonios para considerar que en origen las artes no se encontraban separadas entre sí como ahora lo están, como tampoco lo estaban la poesía y la música por ejemplo. En el orden del lenguaje poseemos el mito de la torre de Babel, según el cual las lenguas también se hallaban unificadas en origen y se separaron más tarde a medida que el descenso cíclico y la distancia entre los hombres y su origen se acentuó. Lo mismo cabe decir de las castas: no había separación de castas en el origen, tal separación se produjo, en tanto especificación y diferenciación, sólo a medida que el descenso cíclico y el alejamiento respecto del origen se hicieron más notables [2]

Por tanto existen razones para pensar que el caso de las artes fue análogo: en origen existía una conciencia clara de que todas las expresiones del espíritu provenían de una misma fuente, poseían un idéntico valor teúrgico y podían ser empleadas como camino seguro de retorno hacia aquella misma fuente de la cual procedían. Poco a poco estas expresiones del alma humana que trataban de salvar la distancia cada vez mayor que separaba al hombre de su origen se fueron separando y diferenciando.



El rito como origen de todas las artes.

Estos argumentos encuentran confirmación en la realidad vital de los pueblos tradicionales, pues hay un ámbito en que todavía hoy se aúnan todos los magisterios y artes de una sociedad y se reúnen también todas las castas de la misma, como si de un retorno colectivo al origen común se tratara –pues de eso precisamente se trata-, hablamos del ámbito ritual. Ya hemos dicho algo sobre ello anteriormente, tratemos de explicarlo en mayor detalle. 

En el ritual la música, la imagen, la arquitectura, el gesto humano, y por supuesto la palabra, se unen y se conjugan en un fin común, que no es otro que el de restablecer simbólicamente el orden de la colectividad –que aquí ocupa el papel del microcosmos- a imagen y semejanza del orden cósmico mayor –macrocosmos- que la contiene y con el cual ha de estar armonizada, a riesgo de perder su lugar y función en el mundo, es decir su sentido. 

Devolver el orden y la armonía perdidos dijimos que era una de las funciones básicas del arte, pues bien, en el ritual el arte coopera de manera muy activa junto con las demás potencias humanas en re-ordenar y re-equilibrar a toda la colectividad -y no solo a un individuo- como si de algo unificado se tratase. El ritual constituye, de alguna manera, la ‘obra de arte total’ que tanto persiguiera Richard Wagner [3]Así, el cumplimiento del ritual supone la integración funcional de toda la sociedad, incluyendo todos los saberes parciales y las potencialidades humanas de que esta sociedad dispone [4]

Puede aventurarse que fue a partir del ritual como las artes, la música y la poesía nacieron, diferenciándose progresivamente entre sí a medida que se separaron del mismo, separación debida al incipiente proceso de secularización que hizo que se perdiese progresivamente la conciencia de que cada acto humano era sagrado en sí mismo, y constituía, por tanto, un ritual. 

Y dado que es en el corazón donde –según la enseñanza tradicional- se reúnen las potencias del individuo particular, el ritual colectivo viene a ser de algún modo como el corazón mismo de esa comunidad. Por eso no sorprende que el templo –donde se realizaban los rituales más importantes de una comunidad tradicional: por ejemplo los ritos que giraban en torno al nacimiento o la muerte de sus miembros- haya sido calificado siempre y en toda sociedad tradicional, de corazón del pueblo o villa en que se encontrara [5]. Efectivamente lo era, y en un sentido mucho más real de lo que pudiera parecer, pues en dicho templo residía la esencia -sutil- de esa colectividad. Ciertamente una de las consecuencias del exacerbado desarrollo del sentimiento individualista que ha caracterizado la modernidad ha sido, aparte de la pérdida de rituales que unieran a los individuos entre sí en un fin común, la disgregación precisamente de la comunidad en tanto que ente sutil, pero no por ello menos real. [6] 





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Esto nos conduce a una reflexión final acerca de las condiciones de existencia particulares que marcan el fin del presente ciclo de la humanidad. En origen, los hombres, gracias a portar consigo esta presencia espiritual a que nos hemos referido eran por naturaleza nómadas, pues en cualquier parte se hallaban en su hogar, el mundo no les era extraño, sino al contrario era sentido en todo momento y lugar como su casa. 

A medida que el descenso cíclico fue avanzando y con él el extrañamiento, la alienación, el hombre comenzó a sentir el mundo como algo ajeno y exterior, separado de él mismo, encerrándose por esta razón cada vez más en sí mismo, buscando refugio en su egoidad [7]. Debido a esta separación progresiva de la realidad el hombre se fue rodeando de sus propias creaciones, que le protegían de un mundo cada vez más incomprensible y lejano. Esto guarda relación muy directa con la acción transformadora del hombre sobre la naturaleza –que alcanza el grado de agresión con la modernidad- y la huella que deja el hombre en el mundo a su paso: a medida que el descenso cíclico avanza el orden natural es, cada vez más, visto como un peligro, como una amenaza: un orden enemigo del hombre en lugar de un orden divino, algo a combatir y a vencer y no algo en lo que integrarse. 

Puede apreciarse fácilmente cómo todas estas consideraciones tienen mucho que ver con la pérdida del punto de vista sagrado y el avance imparable del punto de vista profano de la existencia. En efecto el hombre primordial no alteraba en nada el orden natural, por el contrario se incluía en él; en cambio el hombre del fin de los tiempos ve el orden natural como un desorden –y ciertamente lo es desde el punto de vista de su ego- y por ello se ve impelido a alterarlo, transformarlo y humanizarlo cada vez más. Es curioso que en estos tiempos donde ya se plantea incluso ‘humanizar’ otros planetas se hable tanto y tan gratuitamente de ‘adaptación’ [8]. En este sentido el paraíso original, antes que un lugar geográfico era sobre todo una actitud, un modo de ser-en-el-mundo, una manera especial de relacionarse con lo otro en general y con la naturaleza muy en particular.




El hombre del fin de los tiempos como inversión del hombre primordial.

Por otra parte, decir esto acerca del carácter nómada de los hombres primordiales es equivalente a decir que en los orígenes nadie era extranjero en ninguna parte. Siguiendo el presente ciclo hasta su expresión final, y debido a que el final del ciclo no puede ser otra cosa que una inversión o imagen especular de lo que fue al comienzo, podemos aventurar que el actual fin de ciclo dará lugar a un aparente retorno del momento inicial, pero no lo será más que en su apariencia más exterior. 

Dicho de otro modo, el hombre del fin de los tiempos no dejará de moverse y de vagar por la superficie de la tierra, más lo hará sin ton ni son, no será ya un movimiento ordenado, orientado, en base a un centro sagrado y a unos ritmos cósmicos, como era el de los primeros hombres, sino que será un movimiento caótico y desordenado, impredecible. Así, aparentemente y visto desde fuera, el hombre del fin podría ser tomado por un nómada un tanto excéntrico, un ‘hombre libre’ en apariencia, pero mientras el hombre primordial en todas partes tenía un hogar aunque careciera de techo, el hombre de los últimos tiempos en ninguna parte encontrará un hogar, por muchos techos que le cobijen o largo que sea su vagar [9]. En verdad, el gusto moderno por los viajes parece anunciar ya este carácter de vagabundo irremediable, de expatriado, de extranjero en todas partes, causado ante todo por carecer de centro -interior y exterior-, del hombre último: es la inversión –lo que siempre implica algo de grotesca imitación y un cierto carácter infernal- de la libertad de movimientos de que gozaba el hombre primordial, para el cual el mundo entero era verdaderamente su hogar.

Y a medida que el ciclo toque a su fin, este carácter de imitación especular del orden primordial se mostrará inevitablemente de forma descarnada en muchos más aspectos. Los centros de peregrinación han proporcionado a las distintas civilizaciones ese centro alrededor del cual crecer y desarrollarse sin perder la perspectiva que proporciona saber donde está el Polo del Mundo. Santiago de Compostela, Jerusalén, La Meca, Kaliash y otros muchos lugares han cumplido este papel. Pero el hombre moderno, careciendo de Tradición carece también de centro y de contexto, y ciertamente va camino de ser un 'hombre sin atributos' y una tabula rasa

Es posible encontrar más diferencias donde el hombre último invierte las cualidades del hombre primordial. El hombre primordial era en muchos aspectos comparable a un niño y por ello se desenvolvía con una confianza y una intuición infantiles, sin necesidad de razonar, recapacitar y justificar todas sus acciones con elaboradas teorías racionalistas [10] que intentan ocultar en realidad sus crecientes temor e ignorancia. Por ello el hombre del origen tampoco padecía la obsesión tan propia de estos tiempos por registrar cada acontecimiento de su vida, sin duda este fenómeno ya indica un cierto temor al próximo final que se intuye. A medida que el hombre pierde esa intuición originaria se fía cada vez menos de sí mismo de modo que busca una mayor seguridad, sometiéndolo todo a debate consigo mismo, a elaboradas y penosas disquisiciones. 

Pero para compensar esta pérdida progresiva e inevitable de la intuición, el hombre del fin de los tiempos posee -al menos teóricamente- la Tradición: para servirle de ayuda y guiarle cuando la comunicación con los planos superiores está rota y carece por completo de intuición. En tal estado el hombre ya no sabe distinguir lo cierto de lo falso, lo correcto del error, lo bueno de lo malo, por ello se registra y se transmite la Tradición, que es como una memoria colectiva -oral y escrita- que intenta, en tanto que memoria impedir el olvido, y en tanto que arquetipo guiar en su acción al hombre al suplir la pérdida de la facultad intuitiva que antaño ese mismo hombre poseía.  





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Amor y arte como refugios últimos del exilio espiritual: necesidad del arte en el fin de los tiempos.

Hemos dicho que para el hombre primordial en todas partes estaba en su casa –pues su casa era el mundo-. A medida que lo exterior se volvía extraño y peligroso el hombre se vio empujado a buscar refugio en la comunidad, donde encontraba un entorno protector formado por otros iguales a él. 

El ciclo sigue avanzando, y con él el egoísmo, que no es sino un solipsismo, y la competitividad como modo de relación entre los hombres: los otros son cada vez menos iguales, más extraños e incomprendidos, menos compañeros y más adversarios. Ya el hombre empieza a no reconocer su misma comunidad como entorno de seguridad sino como campo de conflictos, resta entonces buscar refugio en el entorno familiar, estructura que incluye, integra y sustenta al individuo. 

En un grado aun más profundo de degradación del descenso cíclico, a medida que el endurecimiento de los últimos tiempos se hace dramática realidad, tampoco la familia ofrece ya refugio ni sentido, y solo el amor conyugal, el amor entre iguales, los únicos iguales en un mundo de extraños y diferentes, puede servir ya como defensa, último baluarte al campo de batalla continua en que se ha convertido ahora el mundo para el hombre. 

Por último, llegados al final del ciclo, la distopía ideada por Hobbes se hace triste realidad: el hombre es un lobo para el hombre y por ello mismo también para todo el resto de la creación [11]. En un horizonte tal tampoco habrá ya lugar para el amor, pues en la extrema soledad imperante el hombre en nada ni nadie puede confiar; solo en el fondo de su corazón podrá encontrar el hombre alguna protección y cierto alivio al acoso constante al que será sometido por el entorno exterior –que ya no es el orden natural sino su inversión completa y definitiva, un contra-orden creado y elaborado por el propio hombre, no lo olvidemos-, y un leve recuerdo, una leve intuición, de lo que en origen fueron el mundo y la existencia. 

Desmoronado así el mundo, solo en su corazón hallará el hombre refugio [12]. Así se cierra el ciclo: los hombres no tendrán más remedio que aceptar que intentando dominar el mundo se han perdido a sí mismos. Lo que al principio era lo más exterior y evidente –la presencia divina que acompañaba al hombre en el paraíso- pasa a ser lo más oculto e interior, lo que una vez estuvo a la vista y al alcance de todos, esa presencia del espíritu vivo, pasa ser lo más secreto y remoto, una presencia casi inalcanzable, casi irreconocible. Solo para renacer en el último momento y dar lugar a un nuevo e inevitable ciclo de manifestación.

Durante toda esta larga caída que es la historia humana -cuyo final está predicho y escrito en todas las tradiciones- el arte habrá intentado ser una pequeña isla, un pequeño jardín, donde el hombre se vea por un momento libre del olvido, recuperando la memoria y la presencia primordial perdidas, recordando quién es y de dónde viene, y recibiendo algún leve impulso que le ayude a reunir fuerzas (la virtud) y seguir adelante para atravesar el proceloso mar de la existencia. 

Este es el valor y la utilidad en último término de todo arte verdadero, impedir que el hombre olvide quién es y darle fuerzas para continuar.   








[1] La naturaleza contiene todavía en potencia la capacidad de brindar al hombre dicha presencia, pues sigue siendo un libro divino, es el ojo espiritual del hombre el que se ha oscurecido, tal como está dicho: La lámpara del cuerpo es el ojo. Si el ojo está sano, todo el cuerpo estará iluminado. Pero si el ojo está enfermo, todo el cuerpo estará en tinieblas’ (Mt. 6, 22).
[2] No cabe pensar que aparecieran las castas si no se hallaban ya contenidas en potencia en los primeros hombres.
[3] Precisamente su última obra –Parsifal- posee un evidente y explícito contenido ritual… 
[4] Se puede aventurar incluso que todos estos tipos humanos -del sacerdote al artista pasando por el guerrero-, cada cual portador de unas potencialidades o cualidades determinadas, estaban contenidos en potencia en la figura del chamán de los primeros tiempos, mezcla de médico, poeta, artista y sacerdote.
[5] Esta idea de reunión virtual de toda la colectividad es una de las razones fundamentales por la que todos los gremios y castas de la ciudad medieval debían participar y estar presentes en alguna medida en la construcción de su catedral y dejaban su sello o su emblema en la misma.
[6] A veces se habla de la pérdida del ‘sentimiento de comunidad’, lo que se ha perdido es mucho más que un sentimiento, es la comunidad misma. Tal sentimiento, cuando existe, no señala otra cosa que la presencia de una realidad de orden sutil, realidad que va mucho más allá de lo que el hombre moderno en su solipsismo individualista y sociópata imagina.
[7] Identificándose cada vez más con el espejismo del ego, se perdió de vista la verdadera identidad esencial. Este hecho podría guardar una analogía simbólica con el paso de las mitologías solares a las lunares.
[8] Estamos ante otra de esas ‘palabras-fetiche’ o ‘palabras-mágicas’ que emplea el liberalismo moderno en su ‘guerra de palabras’, un concepto este de adaptación que es empleado para someter las mentes y los cuerpos. Curiosamente nunca se habla de adaptación de la sociedad, tan solo de adaptación del individuo a todo lo que su sociedad le imponga, adaptación que requiere muy a menudo de psicofármacos…
[9] Lo cual nos recuerda la maldición de Caín.
[10] El racionalismo es el mayor adversario de la intuición y, en general, de todo lo espiritual, como ya advirtiera R. Guénon.
[11] Vemos hasta qué punto la modernidad es una anormalidad y una inmoralidad al tratar de justificar su particular (des-)orden al convertir en el gran valor de su sociedad lo que no es sino una degradación fundamental de las relaciones humanas: la competitividad.
[12] ‘Porque Tú eres mi roca y mi fortaleza’ (Sal. 31).





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