viernes, 28 de noviembre de 2014

Reflexiones sobre el valor y la funcionalidad del arte en una sociedad normal (I)


‘Todo arte que no proporcione saber ha de ser descartado.’


Ibn ‘Arabi


"El arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara."


J.L Borges, 'Arte poética'.





 [1] Lo que generalmente se consideran las grandes corrientes o etapas del arte universal son, cada una de ellas, expresión propia de una civilización única y particular. No cambia el arte sin que cambie la sociedad misma que lo crea y lo nutre. De este modo cada gran corriente artística que ha existido en la historia corresponde a un modo único de ser-en-el-mundo. El arte constituye así una herramienta privilegiada para estudiar y conocer un pueblo, al modo de una radiografía del alma de esa sociedad, al mostrarnos su modo particular de sentir y ver el mundo: es como un 'retrato' de su mundo interior donde se nos muestran a la luz sus deseos, sus pasiones y sus miedos más profundos. El arte es, como dijera Spengler, ‘alma hecha forma’.

 Pero el arte no sólo cumple una función expresiva sino también una importante función reflexiva. Ninguna sociedad crea su arte para otra, para exhibirse ante otros hombres o pensando en tiempos venideros, sino por y para sí misma. El arte se convierte así en una auto-representación por la cual la sociedad cobra conciencia de sí misma. Por tanto el arte es, antes que nada, una herramienta de auto-conocimiento: el espejo en que toda sociedad se mira. 

 Por lo tanto el arte tradicional no solo muestra la realidad interior de una sociedad particular sino que al mismo tiempo contribuye en buena medida a crearla y a tomar conciencia de ella: la reflexividad que supone el arte tiene una importancia fundamental en el desarrollo de la identidad de toda colectividad humana, descubriendo a esa colectividad quién es, qué la define y cuál es su lugar en el mundo. 


Esta función de auto-conciencia no se produce exclusivamente sobre las colectividades humanas –ya se trate de sociedades completas o de grupos menores que posean una identidad común-, lo mismo puede decirse de su efecto sobre el individuo: a partir de la experiencia artística el sujeto ordena su realidad particular y concreta, se reconoce, viéndose reflejado y comprendido. En definitiva, mediante el arte el individuo se construye tomando conciencia de ser una parte de un todo más amplio, una individualidad dentro de un contexto social que le contiene y le define, es decir le otorga su identidad particular. Sin esta identidad otorgada por el grupo y transmitida a través del arte, el sujeto, carente de referencias, no sería nada, un ser carente de referencias y modelos, sin atributos ni cualidades.

Estos hechos no pasaron desapercibidos para las culturas tradicionales, las cuales, en razón de esta profunda influencia que el hecho artístico era capaz de ejercer sobre el alma humana, otorgaron al arte un papel central en sus sociedades en tanto que transmisor principal de los principios en que se sustentaba dicha sociedad y de su realidad más profunda. Un papel que, como puede apreciarse, trascendía con mucho cualquier consideración estética. Para una sociedad tradicional el arte es ante todo una necesidad, y además, en virtud de su utilidad para formar y socializar a las personas, una necesidad de orden práctico. Puede apreciarse la distancia que separa una posición semejante de las concepciones más modernas del arte. 

En la sociedad tradicional, recordemos, el arte rodeaba y envolvía los ritos y era el canal principal por el que se transmitían los mitos. Era, pues, una parte esencial en la formación y socialización del sujeto, con vistas a formar un individuo completo e integrado en su comunidad. En su comunidad y por ello mismo, en el cosmos entendido como la totalidad donde se desarrolla la existencia particular del hombre. Recordemos que la comunidad tradicional era entendida y modelada como un micro-cosmos [2]



El arte como puerta de conocimiento. 

Por otra parte, a la hora de transmitir estos saberes inseparables de la experiencia, el símbolo era el instrumento más adecuado. Hablamos aquí de un conocimiento distinto de la mera acumulación de datos, un conocimiento experiencial, donde no existe distancia entre saber y sentir y más vinculado al devenir y a los procesos vitales que a los sistemas conceptuales o los estados fijos. Un modo de conocimiento centrado en el alma -la psique- y no en la racionalidad. Por tanto se trata de un conocimiento radicalmente diferente del que promueve la sociedad actual con su híper-racionalismo y su desmesurada fijación en los constructos lingüísticos en tanto que herramientas exclusivas con que se pretende captar y explicar el conjunto de lo real

Como puede advertirse, dicho conocimiento experiencial y vivencial que era generado por el arte tradicional -puesto que se dirigía al alma humana como realidad completa y no solo a su parte mental o racional-, queda grabado a un nivel cognitivo mucho más profundo del que puede alcanzar el razonamiento discursivo al que estamos acostumbrados en la sociedad actual -la argumentación filosófica o científica, por ejemplo-, por ello resultaba tan decisivo en la formación de la personalidad y la identidad del sujeto. La virtud conformadora que supone el arte a este nivel en que se integran intelecto, emoción, memoria y el resto de cualidades anímicas del ser humano puede ser comparada a una programación pues lo que es transmitido no son tanto hechos concretos o 'contenidos' como reglas y principios que subyacen a esos hechos y que ordenan el alma ofreciendo al sujeto la evidencia necesaria para tomar conciencia acerca de la misma [3]. 

Además, puesto que se trata de un conocimiento donde experiencia -ser- y saber se funden, el límite de este conocimiento se sitúa en la identificación del sujeto cognoscente con el objeto conocido, es decir la unión o fusión con lo otro que se adquiere mediante la contemplación o la experiencia extática, con la particularidad de que la verdad que muestra la obra de arte no es otra que el alma misma del sujeto. Es decir el arte, cuando es contemplado, supone en realidad un auto-conocimiento, una introspección, e implica una respuesta personal e intransferible, a menudo inefable. Por ello la identificación -siempre relativa y mediada, por experiencia, emociones, expectativas, etc.- del espectador con la obra de arte es un caso análogo, en el nivel inferior de los fenómenos, a la identificación suprema con el Único. El arte es entonces un emisario divino que sirve a modo de puente, para quien sabe transitar por él, con las realidades más altas, como más adelante tendremos ocasión de explicar. 



El arte como herramienta (con)formadora del ser humano integral. 

Nos hemos referido a la decisiva influencia que el arte puede ejercer sobre el espectador, tratemos de explicar a continuación en qué consiste dicha influencia. Diremos en primer lugar que la duración de tal influencia va más allá del tiempo que pasamos en presencia de la obra, y su alcance es más profundo que el solo sentimiento o emoción que su contemplación atenta nos produce. La finalidad de la experiencia de la contemplación artística va dirigida a que la obra de arte nos conforme a su imagen –pues el alma recibe una huella de las impresiones a que se expone y así toma la forma [4] de aquello que contempla-.

En el acto de contemplar una obra de arte cualquiera se establece una relación o diálogo sutil entre obra y espectador. Podemos considerar el acto de la contemplación como un modo –si bien un tanto especial- de comunicación que vincula al sujeto que contempla con el objeto artístico que es contemplado. Una comunicación paradójica en la que se invierten las referencias normales. De una parte, en el acto contemplativo, el sujeto, generalmente activo, deviene (en tanto que observador o espectador) pasivo [5]; en cambio la obra de arte, pasiva en cuanto objeto, toma una función activa -creadora, ordenadora- sobre el alma del espectador. 

Ahora bien, esta función activa de la obra de arte supone la recreación especular del proceso mismo de creación artística por el que la obra fue hecha. Si al producirse la obra de arte el artista es la parte activa que, imitando al demiurgo, imprime orden al caos [6] dando forma a la obra, ahora la obra toma el lugar del artesano respecto del espectador e imprime en el alma de éste su propio orden. Sabido es que el alma se alimenta de impresiones, y dichas impresiones van dejando su huella en la misma, dándola forma como el alfarero modela el barro o como el escultor modela la piedra.

El símbolo tradicionalmente empleado para describir este fenómeno en que el alma deviene pasiva y toma la forma de lo que contempla es el simbolismo del agua, bajo la forma del lago [7], o también el simbolismo del espejo. Agua y espejo han sido siempre símbolos del mundo intermedio por su capacidad proteica de tomar las más variadas formas y carecer de forma propia, a su vez el mundo intermedio es reconocido como el ámbito propio del alma humana –en una posición intermedia entre la tierra y el cielo-. Por todo ello, agua y aire se han asociado tradicionalmente con el alma, con la cual les une una relación de analogía, más concretamente, el agua suele simbolizar en todas las tradiciones espirituales el alma inferior y el aire la superior. 

Siguiendo con la analogía, de modo semejante a como la superficie de un lago en perfecta calma refleja el cielo y el paisaje que hay a su alrededor, un alma en perfecta quietud tomará la forma de la imagen que contempla. Si esta imagen es armoniosa, el alma se armonizará, si la imagen no responde a lo que en términos platónicos podríamos llamar la Ley de la Belleza, el alma imitará por simpatía ese desorden, desequilibrio, desarmonía o como queramos llamarlo. De ahí la importancia que poseía el empleo de un canon estricto en el arte tradicional, canon que, deducido de unos principios metafísicos superiores y plasmado a través de la armonía y la proporción matemática en la obra de arte, tenía como propósito ordenar profundamente el alma del observador, es decir imprimirle una forma adecuada. De este modo el arte ejercía un papel demiúrgico sobre el sujeto.




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Sin abandonar esta idea y retomando algunas cuestiones que señalábamos anteriormente, tengamos presente que el arte tradicional no va dirigido a excitar el ánimo del espectador ni a moverle a la acción –como el anti-tradicional arte moderno-, sino por el contrario a producir quietud en él e invitarle en último término a la contemplación pura, lo cual no puede lograrse mas que encontrándose el alma en perfecta calma –a la manera del lago que poníamos anteriormente como ejemplo-. Sin esta condición, la posterior elevación del alma y la contemplación por parte de la misma de las realidades superiores es imposible.

Para lograr este fin el arte se enfrenta a una curiosa paradoja: en tanto el proceso creador del artista hace descender la obra de arte del mundo imaginal al mundo manifestado, la acción contemplativa sobre la obra de arte debe completar este camino de ida y vuelta –análogo a la escalera de Jacob- haciendo que el alma del espectador se eleve y retorne a los mundos superiores. La obra de arte se convierte así en una Scala Paradisi cuya finalidad última es preparar el alma del espectador para la verdadera contemplación, la de las realidades últimas. Aparentemente esta misión del arte no deja de resultar paradójica pues supone un intento de, a través de la forma, conducir al hombre más allá de toda forma, o dicho de otro modo, a través de lo manifestado alcanzar lo inmanifestado. Es así como el arte se constituye en vía simbólica y esta es la categoría que posee el arte en todas las tradiciones.

En conclusión, más allá de las formas particulares que tome o de la transmisión de un mensaje concreto –que puede ser mítico, legendario e incluso histórico-, y salvando el efecto emocional y más o menos subjetivo que produzca en el espectador –lo que sería un nivel meramente psicológico-, lo que supone el arte verdadero en tanto que experiencia dirigida al alma es más bien una adecuación, una ordenación de la misma. Tal ordenación [8] –si es que se trata de un arte realmente inspirado- es en realidad una propedéutica, en tanto que prepara y capacita al sujeto para entrar en contacto con las realidades superiores [9]. Esta es la función suprema que el arte desempañaba en las sociedades tradicionales. 

Si hemos dicho que la influencia profunda de la obra de arte en el alma puede ser comparada a una programación, la obra de arte misma puede ser ahora comparada con una herramienta e incluso con una 'máquina espiritual' [10] que ejerce su acción sobre el espectador. Así, la obra del arte prepara el alma del hombre de un modo análogo al del agricultor que prepara la tierra labrándola antes de ser sembrada con la semilla del espíritu [11]. Señalemos brevemente que preparar el alma es ante todo armonizar y reunir sus potencias, predisponiéndolas a escuchar el suave susurro del espíritu. 

El espíritu –símbolo del orden- es el mismo que ‘flotaba sobre las aguas’ -que simbolizan el caos informe- del Génesis. Ambos, espíritu y aguas primordiales, son aquí el equivalente de la materia (λη) y forma (μορφή) aristotélicas. La materia es la substancia caótica, el alma humana, y la forma es ante todo el orden superior inscrito en la obra de arte -si es que esta es según el canon-, orden que debe transmitirse por medio de la mirada atenta del alma.

Debido a este carácter preparatorio, propedéutico, para la comunicación con las instancias superiores del ser, el arte tradicional es comparable en su misión a los profetas, que, como leemos en el Antiguo Testamento, preparaban al pueblo de Israel para lo que ‘había de acontecer’ con sus dos actitudes de anuncio y advertencia [12]. Puede decirse entonces que el arte inspirado posee 'valor profético' en tanto que anuncio de aquellas realidades espirituales de las que es heraldo y para cuya contemplación provechosa nos prepara interiormente de manera invisible. En efecto no es la obra de arte la realidad última sino, al modo de aquel que fuera el Precursor, un anuncio de tal realidad, un aviso que nos dirige toda la atención hacia lo que está más allá de ella misma [13].



El arte como instrumento de reparación del orden cósmico. 

Para acabar hay que señalar que el arte poseía aun otra importante función social que desempeñar: como consecuencia de esta capacidad para imprimir por simpatía un orden en el alma, el símbolo podía ser empleado para restituir el orden y el equilibrio perdidos. Esta cualidad, cuando es debidamente dirigida, dotaba al arte tradicional de un valor terapéutico: la capacidad de devolver la salud al alma enferma [14]

Tal y como ya indicamos con anterioridad, aquí también tal virtud restauradora puede dirigirse al sujeto individual o a toda la colectividad. Así dicho valor terapéutico del arte –eminentemente mágico [15]- por el que era posible por una parte recuperar la armonía perdida del alma individual y restituir su semejanza con el orden cósmico, podía por otra parte ser empleado igualmente para el mantenimiento del equilibrio y el orden social a través de los ritos en que participa toda la comunidad. El rito es siempre un intento rectificador, regulador, por el que se trata de recuperar un orden perdido entre la comunidad y el orden mayor en que ésta se integra, es decir, el cosmos, que es la manifestación tomada en su totalidad; solo que aquí la comunidad ocupa el lugar que antes ocupaba el individuo: la comunidad, que es una suerte de ‘sujeto colectivo’ del todo análogo al ‘sujeto individual’ busca recuperar su salud y equilibrio perdidos mediante la rectificación que supone el ritual en común.



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No cabe duda por tanto que el arte, a través de su potencia simbólica, cumplía un importante papel social en la formación, la cohesión y el mantenimiento del orden de las sociedades tradicionales. Papel social que la valoración moderna del arte está muy lejos siquiera de vislumbrar. 

Y es en base a estas razones de orden práctico que en toda sociedad tradicional los artistas han sido siempre altamente valorados, cuando no protegidos, no como simples artesanos o virtuosos sino como dotados de un don profético –como poetas, cantores y actores por ejemplo- pues permitían que el hombre normal vislumbrara realidades superiores que de otro modo no estaban a su alcance. Esta era la virtud comunicativa, que ha quedado reducida en el arte moderno a un mero contagio emocional. 

Este sentido sagrado del arte dignificaba la labor del artista. Es así que en la sociedad tradicional los artistas eran considerados una élite intelectual que debía estar lo mejor cualificada posible para el desempeño de su labor, de cuya importancia por otra parte debían tener plena conciencia pues la salud psicológica y la cohesión de toda la sociedad estaban en juego.








[1] La primera versión de este artículo fue publicada originalmente en Página Transversal
Para las ideas que siguen nos inspiramos en la obra de los que consideramos son los autores que han rescatado el punto de vista tradicional sobre el arte: A. Coomaraswamy, T. Burckhardt y R. Guénon, principalmente, aunque hay algunos más; y en Oswald Spengler, autor que, si de re-evaluar la modernidad se trata, creemos que debe ser recuperado.

[2] La palabra cosmos es aquí especialmente significativa pues sabido es que significa orden; es decir el hombre –sobre todo una vez pasaba a formar parte de la sociedad adulta-, quedaba inscrito no en un mundo caótico o azaroso, sino en un orden completo, donde todo tenía un sentido, un por qué y un valor. En este cosmos ningún fenómeno particular podía sobrar o ser por casualidad, sino que todas las cosas cooperaban a su nivel en el orden o equilibrio cósmico total.
[3] Esta era en buena medida la función de los mitos en las sociedades tradicionales. 
[4] Aquí la palabra forma debe ser entendida en sentido aristotélico o escolástico.
[5] La actitud del espectador ante la obra de arte debe implicar un vaciarse de sí mismo –conocido en el ámbito místico como kenosis- que es lo que facilita la contemplación.
[6] Simbolizado en la materia prima con que se hace la obra artística (piedra, barro, pintura, etc.)
[7] A veces sustituido por la figura del estanque, el recipiente con agua e incluso la bola de cristal.
[8] Esto es, la capacidad de imprimir un orden al caos, lo que es un atributo esencialmente espiritual: ‘Enderezar lo torcido’ (a veces traducido como ‘desviado’), tal como se dice expresamente en el Himno Veni, Sancte Spiritus.  
[9] Esta función de soporte o vehículo de la conciencia hacia los mundos superiores ha sido especialmente comprendida en oriente donde se ha desarrollado una enorme tradición alrededor de estos soportes de meditación que sirven de ayuda para alcanzar esa otra realidad, que sin esta herramienta de apoyo, y en razón del descenso cíclico de la humanidad, por las solas cualidades humanas sería casi imposible alcanzar. 
[10] Este es uno de los sentidos de la palabra sánscrita Yantra: mecanismo, máquina, instrumento o dispositivo (por el que uno llega a darse cuenta de o a comprender algo). Recordemos que los Yantras son composiciones –de alto contenido geométrico- que cumplen la función de soportes de meditación, equivalentes en el hinduismo tántrico y el budismo de los iconos en la tradición cristiana.
[11] Parábola del sembrador (Mt. 13:1-8).
[12] En el fondo ambas palabras tienen sentidos análogos pues la palabra ‘advertencia’, como la palabra Adviento, hace referencia precisamente a lo que ha de venir.
[13] ‘No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz’. (Jn 1, 8). 
[14] Citaremos únicamente las enseñanzas de Hildegarda de Bingen, muy explícitas a este respecto del uso terapéutico del arte.
[15] Valor mágico que el arte ha poseído en todas las culturas tradicionales. Además es posible apreciar cómo la consideración sagrada y mágica del arte –a la altura del rito y el mito- ha ido mermando a lo largo de la historia, véase por ejemplo la importancia mágica que se atribuía al arte en las primeras etapas de las civilizaciones egipcia y babilonia, o en las pinturas rupestres de Europa. 


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