domingo, 14 de septiembre de 2008

Reflexiones sobre el emblema templario: un ensayo de interpretación.


Es de todos conocido el emblema templario que muestra a dos caballeros sobre un mismo caballo. Intentaremos a continuación arrojar algo de luz sobre su sentido simbólico. 







En primer lugar el emblema se compone de una triunidad –la unión de tres elementos para conformar uno solo-: los dos caballeros y el caballo parecen forman un solo cuerpo o un solo ser.

El caballo puede interpretarse -retomando la parábola platónica del auriga– como simbolizando el cuerpo físico, así como las pasiones corporales que le son propias. El caballo siempre ha simbolizado lo impulsivo y móvil del alma pasional humana, el “mercurio de los filósofos”. Aunque, puesto que es también fogoso y vital -y mítico símbolo solar- podría ser interpretado más bien como el “azufre” alquímico. El caballo designa una fuerza (vir) vital que debemos conquistar y cuyo control consciente nos proporciona la virtud (virtus). 


Estamos, por tanto,  ante una fuerza que puede perdernos o conducirnos a la victoria según seamos capaces de controlarla y dirigirla a nuestros intereses o por el contrario seamos arrastrados por ella. Debe por tanto ser domada (dominada), es decir está necesitada de un señor. 



Esta fuerza se encuentra muy relacionada con la tierra y más concretamente con la materia prima de los alquimistas. El caballo se sostiene sobre cuatro patas que remiten a los cuatro elementos de la materia significando con ello que su fuerza o cualidad procede de dichos elementos, lo cual es como decir que procede de su naturaleza más básica, o bruta. De hecho es la materia bruta la que debe ser transmutada, espiritualizada en la alquimia. Volveremos sobre ello y sobre su relación evidente con las enseñazas del Kundalini-yoga más tarde.


La alianza del hombre y el caballo es un tema clásico en la mitología –en particular en la indoeuropea-, ambos unidos forman una pareja casi invencible. Su más acabada forma es el centauro que es su síntesis perfecta pues aúna lo mejor de ambos: 


  • fortaleza y 
  • sabiduría; 


y el centauro Quirón es el arquetipo perfecto de esta unión o alianza. No en vano Quirón era inmortal. Y no debemos olvidar que fue Quirón quien enseñó a Aquiles, a Teseo y a Jasón, entre otros míticos guerreros. Es significativo que todos ellos fueran guerreros y que acometieran empresas iniciáticas donde debían demostrar su valor (o virtud). La figura resultante de la unión de caballo y hombre como pareja arquetípica dirigida a un objetivo heroico es una forma prototípica de la casta de los caballeros, los cuales conforman la segunda de las castas clásicas: los chatrias (kshatryas).


Aún podemos encontrar una relación más entre el sabio Quirón y el emblema templario objeto de nuestro estudio: nos referimos a una pintura de Delacroix llamada precisamente “La educación de Aquiles”. En ella vemos al joven Aquiles a lomos del sabio centauro aprendiendo el arte de la arquería –que aún es un arte marcial en oriente (Kyudo) y que fue asimismo un arte tradicional en occidente– según las indicaciones del mismo Quirón. 










La semejanza con el emblema templario al cual nos estamos refiriendo salta a la vista. La relación entre la figura y la concepción de la caballería iniciática y espiritual, entendida tradicionalmente como un arte de la guerra donde el verdadero combate es interior (la Gran Guerra Santa) y donde el combate exterior no es sino la prefiguración material -y como accidental y accesoria- de aquél, es asimismo evidente.

Podemos decir entonces que el emblema templario presenta la triunidad básica humana, más conocida como espíritu, alma y cuerpo.

Queda clara la identificación del caballo con el cuerpo y con todo aquello que remite a él, digamos la dimensión corporal –sentimientos, emociones, miedos y pasiones de todo tipo que someten y esclavizan al hombre normal–. Falta por considerar la relación entre los dos caballeros y los dos aspectos restantes de la triada humana: alma y espíritu.

Para entender dicha relación no tenemos más que dirigir nuestra mirada a la Baghavad Gita. Nada más comenzar el poema épico el dios Krishna se presenta ante el desanimado guerrero Arjuna en su carro de combate momentos antes de la batalla. Arjuna no ve sentido en la lucha y está tentado de abandonar. Es una escena muy frecuente en el arte hindú desde hace muchos siglos.

Efectivamente, y como todas las tradiciones señalan, uno de los grandes peligros del iniciado es la desesperanza, la pérdida del ánimo [1]. Las virtudes que contrarrestan este mal son la paciencia y la esperanza. Krishna es la fuerza espiritual que guía al guerrero en su lucha de superación personal e individual; y es así, mediante un discurso en que le exhorta a renunciar al fruto (beneficio) de sus actos -lo que constituye la doctrina fundamental del karma-yoga- como le anima en vísperas de la batalla y le dirige a la lucha con ánimo renovado. 

Una vez más estamos ante el combate entendido como metáfora del camino espiritual, cada iniciado es un guerrero que emprende la lucha contra sus temores primero y después contra el enemigo espiritual, las pasiones infernales, descendentes y disolventes -el tamo-guna hindú o Satán en la mitología judeocristiana-, hasta lograr la liberación total de su persona -cambiando el sentido de las fuerzas, volviendo ascendente lo que era descendente- y el consiguiente des-condicionamiento de todo aquello que nos rodea y nos limita impidiéndonos ser quienes en realidad somos y vinimos a ser.


El primer jinete del escudo templario no es otro por tanto que el divino auriga que en la Baghavad Gita se aparece al desolado Arjuna y le 'anima' (palabra nada baladí) en vísperas de la batalla. Krishna representa el modelo espiritual a seguir, el guía que nos maraca y señala el camino. No podemos dejar de señalar otra coincidencia que no nos parece para nada casual, Arjuna ha abandonado en el suelo su arco y sus flechas, las mismas armas con que apunta Aquiles en la dirección que le indica el sabio centauro Quirón en la pintura de Delacroix. Arco y flecha son armas solares. El paralelismo entre ambos guerreros es, una vez más, evidente.

Incluso no sería descabellado pensar que este primer jinete pudiera ser Cristo mismo que bajo la forma del caballero perfecto, santo y puro guía a todos los iniciados en la caballería espiritual. El jinete que guía al caballero cristiano es el maestro interior, el sí-mismo que tutela el alma individual amenazada por los peligros y pasiones del siglo (saeculum), del mundo profano. 

Así, lo que antes no era sino un alma mortal, individual e imperfecta, bajo esa cáscara hecha de miedos y decepciones que denominamos personalidad, se encamina ahora al único fin legítimo de todo hombre: la liberación de sus ataduras, la libertad. Nos referimos aquí a espiritualizar la materia y materializar el espíritu, según el conocido aserto alquímico, éste es el objetivo de la gran obra, hacer al espíritu presente en este mundo, y ello sólo se logra concediéndole un lugar en el corazón, en el alma. Ambos, alma y espíritu se aúnan, se coaligan, se re-unen [2] y los dos cabalgan, ahora ya sin dudas ni miedos, directos hacia su objetivo a lomos de ese vehículo que es el cuerpo mismo, imprescindible soporte en que debe realizarse la Obra mientras dura nuestra condición humana, materia en que debe hacerse presente la gracia divina, vaso para la obra, recipiente y tabernáculo para el espíritu.


Efectivamente la obra en nuestro estado humano requiere de un soporte material, pues nosotros lo requerimos. Ese sustrato material no es sino el cuerpo mismo del alquimista o del caballero, el vaso que debe ser lavado y purificado por las constantes disoluciones y coagulaciones alquímicas hasta hacerlo apto y digno de recibir en su interior la influencia espiritual. El alma no se vale por sí misma, su objetivo debe ser el espíritu mismo y necesita seguir al espíritu en su viaje salvador pues de lo contrario permanecerá atada al cuerpo y correrá la misma suerte que este, es decir, la disolución propia de la multiplicidad.

Semejantes reflexiones podrían ser contradichas por el hecho de que los dos jinetes del emblema templario tienen un aspecto idéntico, lo que podría conducirnos a concluir erróneamente que son iguales. Debemos ver aquí al alma “vestida de espíritu” de San Pablo, pues el alma -que aquí es el caballero espiritual- debe parecerse a su señor para llegar a ser como él, el alma debe ser un espejo que refleje el espíritu. 


“No es el siervo más que su señor ni el enviado más que quien le envió” [3]. 


“Cuando el hombre convive con lo divino y ordenado se vuelve él mismo ordenado y divino” nos dice Platón en su República (VI, 500 d). 


“Vestíos con toda la armadura de dios” dijo Pablo a los efesios.

En efecto el primer jinete es la fuerza espiritual, el auténtico maestro interior, verdadero guía y gurú espiritual que dirige al caballero cristiano a la victoria última, al fin glorioso, la Gloria eterna. Los místicos usan frecuentemente la figura del alma que ha de ser vaciada y despojada para poder ser llenada de Espíritu Santo (Eckhardt, San Juan de la Cruz). En esta figuración el alma humana está tomando la imagen mítica del Santo Grial, recipiente receptor de la santa sangre, sangre de Cristo, que no es sino el álito o aliento (ruah) del dios vivo, el soplo del Espíritu Santo. Todas las metáforas confluyen aquí en un sentido final y trascendente pues la Verdad es solo una se exprese en la forma tradicional en que se exprese. En otra figura simbólica empleada por las tradiciones celta y taoísta cuando las aguas se aquietan reflejan el cielo. ¿No se construyó el palacio del Grial sobre una piedra pulida que reflejaba el cielo que había sobre ella? Y ¿no es esta una bella metáfora de la operación alquímica y de la tarea de los maestros constructores de conformar y esculpir el alma humana hasta su forma perfecta y definitiva, la de gema preciosa, o la de crística piedra angular?

Si tenemos en cuenta que solo uno de los dos jinetes puede dirigir el caballo realmente y el otro no puede ir sino de acompañante entonces el símbolo toma su verdadera dimensión. El jinete que guía la marcha no es solo compañero del otro sino también guía y maestro. Es compañero mas en un grado superior, no son iguales sino que uno se deja llevar por el otro. Se deja llevar, se fía, tiene plena confianza en él. Pues nadie hace solo el camino estrecho, toda persona necesita quien le guíe, quien le enseñe. En la práctica esto se demuestra en la ininterrumpida cadena iniciática entre maestros y discípulos pues quien hoy es discípulo mañana será a su vez maestro de nuevos aprendices. 

Así el símbolo nos habla por una parte de pobreza y fraternidad, y por otra parte nos recuerda la guía necesaria para encontrar el buen camino y no extraviarse. Nos habla del compañero en la meta y el guía en el camino.







[1] Del latín anima, alma.
[2] Recordemos aquí que el sentido de la palabra religión es religar, reunir; y que éste es precisamente el sentido de la palabra yoga, unión.
[3] Mateo, 10:24

No hay comentarios: